Si los datos tienen dueño, solo los dueños tendrán los datos

En el debate sobre el impacto de la inteligencia artificial en la creatividad que lleva dándose desde que la generación de imágenes dejó de ser un meme gracioso, tenemos un problema. Entiendo que algunos entusiastas de la IA puedan parecer simplistas (y hasta vagos) en su enfoque, pero demonizar a quienes la utilizan obviando que ya existen mecanismos legales para hacer frente al plagio nos distrae del problema real: la concentración de poder en manos de unos pocos.

Algunos artistas visuales, comprensiblemente preocupados por el impacto de la IA, defienden el control absoluto sobre los datos como forma de protección. Sin embargo, esta postura con escasa amplitud de miras solo construye muros que benefician a las grandes corporaciones. ¿Qué pasa cuando el copyright, en lugar de fomentar la innovación, se convierte en un instrumento de exclusión?

Imagina un mundo donde solo las grandes empresas tecnológicas tuvieran acceso a las bibliotecas. Esto no es ciencia ficción: es el futuro que se perfila si exigimos permisos explícitos para cada fragmento de datos utilizado en el entrenamiento de IA. La idea de que «todo dato tiene dueño» no protege a los creadores, sino que consolida un oligopolio. Las universidades, startups y proyectos de código abierto quedarían fuera del juego. ¿Por qué? Negociar licencias a escala masiva requiere recursos que solo poseen gigantes como Google o Meta. El resultado no es justicia para los artistas, sino un modo de producción donde las voces independientes se silencian y las narrativas de la IA las definen quienes pueden pagar por ellas. Resulta paradójico que algunos creadores critiquen a usuarios independientes de IA mientras apoyan a empresas como Adobe, que integran herramientas de IA entrenadas con bancos de imágenes privados. ¿Acaso no es igual de problemático que una corporación controle esos datos, con aún menos transparencia?

Toda esta lógica solo nos lleva a un mundo hipermercantilizado. El acceso al conocimiento no ha de ser un privilegio: es la base de toda revolución creativa. ¿Debería un escritor pagar regalías por cada libro que leyó antes de crear una novela? ¿O un científico por los artículos que citó en su investigación? La idea de que entrenar una IA con datos públicamente accesibles equivale a «robar» ignora algo esencial: todo aprendizaje se basa en lo existente, y la IA no copia de manera literal, sino que identifica patrones a partir de datos. El verdadero problema no es la imitación, sino quién decide qué datos son accesibles y bajo qué condiciones. Exigir pagos por cada píxel, texto o sonido usado en un algoritmo es como cobrar a un pintor por haber visitado un museo. No protege la creatividad; la encarcela. Y mientras las corporaciones pagan licencias a grandes bancos de imágenes, los modelos libres y cooperativos de IA —sin abogados ni presupuestos— quedan atrapados en un sistema que los margina.

La solución no está en cerrar puertas, sino en construir puentes. Los datasets deberían tratarse como infraestructura pública: accesibles para todos, pero con reglas claras de reciprocidad. Si una empresa usa datos abiertos para entrenar su modelo, ¿no debería devolver a la comunidad parte de sus avances? Este enfoque no es utópico. Precisamente, proyectos de código abierto como Stable Diffusion o diversas iniciativas académicas demuestran que es posible competir con los gigantes tecnológicos cuando el conocimiento se comparte.

El control sobre los datos bajo la lógica del mercado no es un escudo para los creadores: es un regalo para las corporaciones.

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